No creo en la vida tras la
muerte. No veo mucha diferencia con creer en duendes, en fantasmas, o en
Santa Claus.
Tampoco creo en Dios, en ninguno de ellos, ni en la reencarnación,
ni en cualquier otra de las artimañas argüidas por el hombre, desde que es
hombre, para garantizarse una eternidad que no le pertenece.
No es ninguna sorpresa para quien
me conozca. Sin embargo, ello no es óbice para que respete a quien lo hace (con
matices, pero no voy a entrar en eso ahora) ya sea por convicción o por
condición.
El no creyente, en sentido
amplio, tiene una visión de la muerte diferente, para lo bueno y para lo malo.
Es el final de la vida y no es especialmente relevante el que haya algo más
allá. Si bien es cierto que tenemos una tendencia natural a desear una larga (y
agradable) vida, tampoco debemos dramatizar con su final. De hecho, para un no
creyente, el miedo a la muerte debería (curiosamente no parecen haber, sin
embargo, claras diferencias con los creyentes) ser algo inexistente. Hace
exactamente dos años cité a Epicuro cuando decía que la muerte no nos
pertenece. En realidad lo que se teme es el dolor, la decadencia, el
sufrimiento, la dependencia, y multitud de cuestiones más que se asocian en
mayor o menor grado al final de una vida.
No quiero extenderme, ni penetrar
en aguas profundas y tenebrosas, así que me centraré en el objetivo de esta
entrada:
A mi modo de ver, sólo hay dos
formas de perdurar en el tiempo más allá de mitos y creencias: en el recuerdo
de los que continúan y en tu legado genético. Son dos formas sutiles y bien
distintas de persistencia existencial, tanto en su calidad como en su
relevancia, que tampoco voy a entrar a desgranar.
Hoy hace ya tres años que mi mamá
se marchó. Todos lo haremos.
Algo de ella perdura en mí. Y lo
hace doblemente: en mis recuerdos y en mis genes.
Estoy orgulloso de ambas cosas.
Buenos días desde Arcoíris.
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