Soñé que no te habías ido, que tu
luz aún me guiaba.
Mis brazos te rodeaban y tu voz
sonaba cercana y real.
Juré que no te dejaría marchar y
que tus ojos jamás se cerrarían.
En mi sueño yo era un niño y la
noche nunca llegaba.
Y ese niño que nunca fui reía y
reía sin más motivo que el de tu simple presencia.
Después desperté, madre.
Me regalabas el arcoíris en un
mundo que para mí siempre fue gris. Moderabas mi seriedad y, junto a mis
hermanos, conseguiste que no me aislara aún más de un mundo que nunca me ha
gustado.
Gracias, madre.
Sé que no me escuchas, que sabes
que soy un ateo en sentido estricto.
Sólo escribo en voz baja, para
mantener vivo tu recuerdo.
Buenos días desde Arcoíris.
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