29 de octubre.
Llueve.
Apenas me ha dado tiempo a sacar
el coche del garaje.
Lo alejo, pero no lo suficiente.
Ya no lo volveré a encontrar en el mismo sitio.
Consigo volver a la seguridad de
mi vivienda, aunque en mi camino ya hay un pequeño rio de agua sucia en lugar
de carretera.
Se va la luz. Cenamos a la luz de
las velas y las linternas LED.
Sin ser totalmente conscientes de
ello, el infierno se ha desatado.
No duermo bien esa noche, pero
las verdaderas pesadillas están en el exterior.
Amanece.
Las calles están irreconocibles, parecen los decorados de una película postapocalíptica, pero todo es crudamente
real.
Los coches se amontonan unos
encima de otros y contra los edificios.
El barro y los obstáculos dificultan,
y hasta imposibilitan, el movimiento de los tan asombrados como asustados transeúntes,
que contemplan la escena sin acabar de creérselo.
Los garajes subterráneos están inundados
hasta el nivel de la calzada, las viviendas y los locales en las plantas bajas
están arrasados.
Aún no lo sabía, pero mis ojos ya
me decían que no solo habría cuantiosos daños materiales.
Me sentí afortunado.
No valoramos las cosas que
tenemos hasta que las perdemos. No damos valor a la salud, hasta que algo nos
falla, y no damos mucha importancia a las cosas que siempre tenemos al alcance, hasta que, intempestivamente, las perdemos.
Así, estar sin luz, sin agua, sin
teléfono, sin internet, y no te digo ya sin comida o sin agua que beber, hace
que vuelvas a pensar en estas situaciones con otra perspectiva.
Y ya, a otro nivel, es
inimaginable lo que se debe sentir al perder completamente tu casa, tu trabajo,
y hasta a tus seres queridos.
De nuevo me siento afortunado.
La vida es frágil y la fortuna
esquiva.
Descansen en paz los que nos han dejado.
Buenas tardes desde Arcoíris.