Silbando al viento caminaba hacia
el ocaso.
En su vagar, las notas surgían de
sus labios sin aparente coherencia. Era un canto al Sol que se perdía en el
horizonte.
No esperaba respuesta, pues no
había pregunta alguna en su melodía improvisada. Sólo andaba por andar y, a
ratos, corría.
Sus pensamientos eran ausentes y
tan mecánicos como el propio caminar. Su cerebelo llevaba el control.
Ese piloto automático en su
pensar hacía tiempo que le preocupaba. Sabía que es algo habitual al pasear sin
rumbo fijo pero, por algún motivo, le parecía que lo hacía en un grado
enfermizo.
Sin embargo, era en esos momentos
cuando se sentía mejor. Rallando un anodino paroxismo, su mente abordaba su yo
interno desbordando sus pasiones y deseos más íntimos. No necesitaba, ni
quería, compartir eso con nadie más.
No era algo racional, pero tampoco
era inexplicable. Seguramente algún gurú de esos que pretenden ser psicólogos,
o algún psicólogo de esos que pretenden ser gurús, daría buena cuenta de sus
procesos mentales, por automáticos que estos fueran. No pensaba recurrir a
ellos, y la neuropsicología le parecía demasiado incipiente aún para estas
cuestiones. Además, la ignorancia lúcida no suele ser la peor de las opciones.
Se sorprendió con esta retroalimentación
consciente de sus pensamientos. Era ahora su corteza cerebral la que mandaba,
aunque sin prepotencia alguna. Ese momentáneo control le tranquilizaba tanto
como le apenaba, pero no alteraba su paso.
A esas alturas, el astro rey
apenas era ya visible en la lejanía. Sería mejor dar la vuelta.
Silbando al viento volvía a casa.
En su vagar, las notas surgían de
sus labios sin aparente coherencia. Era un canto a la Luna que dominaría pronto
el firmamento.
No esperaba respuesta, pues no había pregunta alguna en su melodía improvisada. Sólo andaba por andar y, a ratos, corría.
Buenas noches desde Arcoíris.